lunes, 8 de noviembre de 2010

Embriaguez luminosa

Y la vida va avanzando como el fluir de un río montañoso, hacia una desembocadura incierta y desesperada. A medida que nos resquebrajamos por dentro, algo va desarrollándose entre esas turbias aguas. Llega un punto, casi de manera aleatoria, en el que el mundo nos sorprende con una prosperidad que no creemos posible, que no creemos duradera. Poco a poco, entre neblinas oscuras, vislumbramos esa especie de serenidad eterna al alcance de la mano. No es iluminación, no, no seamos ambiciosos. Es simplemente una pura y terrenal felicidad que nos puede llegar a servir de trampolín hacia la gloria. Y cuesta creerlo. El río se desborda de belleza, de arte, ilusiones y una sensación definitiva de que todo esto deviene vez más interesante. Y cuesta creerlo. Hasta el punto en el que, de hecho, nos damos cuenta de que no es real. Pero no nos equivoquemos, la irrealidad no implica que haya otra realidad certera subyacente. La irrealidad es la realidad última. La inexistencia es la única verdad.
Por eso, no te rompas la cabeza contra el suelo de tanto agarrarte a él, viejo y hastiado vividor de mentiras. Cuestionarse la realidad sólo lleva a más y más grietas, y más y más gritos entre luces inciertas, faroles en la noche urbana que deshojan tus penurias de soledad. Camina a través de la noche, borracho de necedades pretenciosas, solo con la certeza que tu soledad es la única terapia que te llevará a aprehender el mundo. Y ahí está el placer, el disfrute, no en pequeños momentos de embriaguez mientras te explotan los oídos con música infernal. Ahí, ahí a lo lejos, en esa estable serenidad, y en esa irrealidad continua, en la inteligencia instintiva. Y no, el instinto no es un lobo. El verdadero instinto es la esencia subyacente que prueba la presencia de un dios, de un Buda en potencia, y que de la manera más natural posible, nos hace fluir hacia el caótico orden de la felicidad.

Una cierta locura, sí. ¿Quién se cree capaz de amar al mundo? Quizás en momentos puntuales, nos acecha la voluntad de amar. Sin embargo, en vez de dejar pasar ese instante, centrémonos en él, y extraigamos una decisión vital. Y decidimos que de ahora en adelante, cada día, amaremos a todas y cada una de las personas de este mundo. Que no rechazaremos el esfuerzo de la solidaridad, y ésta se desprenderá de su carácter forzoso para convertirse en apacible costumbre. Una cierta locura, sí. Pero llegados a este punto, las palabras ya no sirven.