jueves, 16 de julio de 2009

Turbulencias.

Los extremos de su larga gabardina negra le rozaban suavemente las pantorrillas. Levaba un sombrero, también negro, que permanecía mojado tras la lluvia de la mañana, y del que se desprendía ocasionalmente alguna gota de agua fría, que a medida que iba recorriendo su cara, de la frente a la barbilla, iba enfriándose cada vez más, hasta quedar congelada entre los pelos de su barba. Llevaba el pelo largo, aunque no llegaba a cubrirle los ojos, de tal manera que su frente quedaba tapada por un tupido velo negro, y su mirada, despejada. Tenía una mirada profunda, concisa. Nadie se atrevía a mirarle a los ojos, puesto que su transparencia amenazaba con transportar al que se atreviera a un lugar turbulento, atormentado e incómodo: su mente.
Desde la salida del sol, había permanecido en la misma barandilla, mirando al mar, lo más parecido a él que había encontrado nunca. El estado natural de aquella infinita masa de agua era una serenidad a primera vista imperturbable, pero que en las noches de tormenta desaparecía por completo, y se veía remplazada por una terrible brutalidad, por una furia, una violencia incontrolable que destrozaba todo a su paso. Además, parecía caliente, o como mínimo templada en la superficie, pero sus profundidades ocultaban la más dura frialdad. Y lo mejor de todo: era voluble, adaptable, pero cuando quería tenía una voluntad imparable.

En realidad, el hecho de observar al mar era sólo una manera de auto-observarse, una manera de conocerse evitando mirar en su interior. Porque tenía miedo. Aquél personaje, de aspecto irreductible, imperturbable, estaba dominado por un miedo interno que, como un gusano, iba descomponiéndole las entrañas. Miedo de su pasado, de lo que había llegado a convertirse. Penetrando en sus recuerdos, se reconocía como un inocente muchacho que vagaba por las calles, buscando algo, no sabía qué. Y esta interminable búsqueda lo había llevado por caminos oscuros, marginales, que lo habían transformado de manera increíble.

Alargó su mano hacia el interior de su gabardina; parecía buscar algo (esta vez si que sabía qué). Puso entre sus dedos un cigarro, y con la parsimonia del hábito ya asimilado, abrió el mechero, y notó la gasolina, mezclándose con el humo del tabaco, penetrándole los pulmones.
Se giró, y emprendió el camino de vuelta. A su vida, a sus gilipolleces, a su estupidez. Esa era su sensación aún cuando, haciendo girar una llave que llevaba demasiado tiempo en su bolsillo, sin ser utilizada, abrió la puerta.

Y una vez dentro de su mente, murió. No pudo soportar la horrible sensación de no haber hecho nada, o peor, de haberlo hecho todo mal. Pero su cuerpo, su no-vida, permanecía allí, caminando hacia el Hogar, aún mirando al mar...

domingo, 5 de julio de 2009

"El Jazz tiene difícil definición, no sirve apelar a la improvisación como esencia peculiar porque la improvisación no es de su propiedad, la comparte con otras músicas de la antigüedad y del presente que no se consideran a sí mismas Jazz. El Jazz presume de libertad y sin embargo la mayoría de quienes dicen ejercerla son réplicas, clones, aburridísimos estereotipos con un instrumento entre manos. Entonces, ¿qué es el Jazz? No tengo ni idea pero, de alguna manera, quien de verdad se aficiona desarrolla un sexto sentido que le incita a seguir la pista de algunos músicos y no de otros. Pura intuición que nada tiene que ver con la Ciencia de la Música. Sólo la gran literatura ha sabido poner palabras a su esencia, nunca un diccionario.

Tengo una teoría al respecto de por qué el Jazz no es una música popular. El verdadero músico de Jazz ofrece incertidumbre mientras la música popular es predecible. La mayoría de la gente odia la incertidumbre, necesita caminar sobre seguro incluso en aquello que entra por sus oídos. Seguros de coche, seguros para la vivienda, de viaje, de vida (¡!), de muerte... ¡¿cómo no iban a asegurar también la música?! La seguridad, el control de las circunstancias que uno tiene cuando intuye (¡y acierta!) qué viene en el siguiente compás, qué dirá la letra, cómo acabará el romance, qué gritará ella al verse traicionada por su novio. No soportamos que esa mujer que llora el engaño pase a hablarnos de golpe sobre la belleza bucólica de un paisaje y, poco después, antes de volver a llorar, del último libro de Paulo Coelho. ¡Demonios! ¡¡Qué incoherencia!! ¡¡¡No tiene sentido!!! Esa mujer debería llorar y planear la venganza, una venganza que, eso sí, por inocente nunca sería capaz de llevar a cabo, sólo el Jazz lo haría. Pero, ¿qué mayor coherencia que el discurso interrumpido? ¿Qué más humano que la risa tras el lloro y el lloro tras la risa? ¿Qué más terapéutico que la evasión ante el dolor para poder volver a afrontarlo? Eso es el Jazz. La imprevisibilidad de la vida expresada en música.

¡Ojalá el Jazz fuera eso! Hubo un día, no sé cuándo, en que todo lo que empezó a llegar a mis oídos era completamente previsible. ¡¡Y eran los grandes!! Los llamados a liderar la música más libre que nunca se hubiera escuchado sobre la faz de la tierra habían encontrado la fórmula para superar los obstáculos que la armonía pone en el camino sin asfaltar de la partitura. ¡Y todos los saltaban con la misma pierna, con la misma inclinación del tronco, caían igual al otro lado! Y daban vueltas a la pista como en una competición de 10000 obstáculos. Una y otra vez, y otra y otra, así hasta que uno y otro y otro fueron cayendo y saliendo de la pista, mientras los más fuertes continuaban con su carrera precisa, perfecta, circular, cada quinientos metros un poquito más rápido, otro poquito más, sin inmutar el rostro, sin mirar atrás, con la única ilusión de ser el primero al final de la carrera. ¡¡Enhorabuena!! Has ganado pero no lo he visto, hace tiempo que me fui.

[...] El Jazz es música para oyentes esforzados, orejas que ponen todos los sentidos a disposición del creador (¡Qué enorme responsabilidad!) porque necesitan ser zarandeados, recibir un croché directo al estómago seguido de un beso en la mejilla, de un grito ahogado en alcohol, de sexo desgarrador, de susurros entre el ruido del viento, de caricias en la espalda, de un golpe sobre la mesa... Son almas que necesitan encontrar mundos fuera de este, que quieren ser agarradas por la solapa, que buscan despertar esas sensaciones que la droga del día a día les ha arrebatado. ¡¡Quieren morir habiendo vivido!! O al menos que alguien les recuerde de vez en cuando que pudo haber sido de otra manera. Por eso me aburres tú, impostor con un saxo bajo el brazo, virtuoso escalador experto en piruetas, en fuegos de artificio que estallan donde la computadora les ordenó. ¡¡Rompe tu instrumento!! ¡¡¡Hazlo pedazos!!! Será tu gran gesto heroico, tu salvación.

Hacía mucho tiempo que no escuchaba una Jam Session. Y anoche recordé por qué había dejado de acudir. Abrí la puerta de aquel garito y pude oler el polvo que se había acumulado sobre los músicos que una semana más, años después, seguían escribiendo los mismos solos sobre los mismos standards mientras los recién llegados copiaban hasta el último de los gemidos de Keith Jarrett con la aspiración de que aquella tía buena de la barra se fijara en lo bien que se contorsionaba mientras soplaba Stella by Starlight con los ojos cerrados para luego acercarse a ella y darse cuenta de que, en el fondo, no estaba tan buena, de que todo había sido producto de la misma imaginación por la que un día pensó que aquello que salía de su instrumento era algo parecido al Jazz."

Carlos Pérez.