En un bar de un pequeño barrio en la ciudad, el humo se agolpa bajo las luces. En el exterior, un gato negro se pasea voluptuosamente entre contenedores de basura. Se oyen cuatro voces, ahogadas por una música de los ochenta. Dos mujeres se sientan en una mesa, exaltadas tras salir del trabajo, y avisan al camarero, que lleva un tiempo moviéndose detrás de la barra, limpiando vasos y sirviendo cafés.
- Dos aguas grandes, por favor.
- ¡Já! ¿Celebran algo? Tanta agua, tanta agua… ¡no es buena para el cuerpo!
En el rincón más iluminado del bar, el escritor espera a que el café se enfríe mientras escribe garabatos en una libreta de formato pequeño. Deja el bolígrafo aparte, y bebe un sorbo del café, que le quema la lengua y le hace esbozar una mueca grotesca. En el otro extremo, un hombre delgado, con una chaqueta de cuero, permanece de pie en frente de la máquina tragaperras. Pulsa un botón luego otro y otro y otro mientras acaricia una moneda, con extrema delicadeza, en su mano izquierda. El juego acaba.
- Hasta luego, Gus – dice el hombre mientras levanta el brazo y se dirige hacia la puerta.
- Venga, que vaya bien – responde el camarero.
El escritor enciende un cigarrillo antes de seguir escribiendo. “¿Y qué queda ahora?” apunta en su libreta. “Quizás solo el suicidio. Estos son días ya muertos. Parece como si el tiempo estuviera condenado ahora a ser matado, a haber muerto ya, a no haber existido nunca. Pasa insípido sobre nuestras cabezas, entre nuestras piernas y dedos de los pies. No erosiona, no arranca nada. Solo pasa y pasa y pasa y pasa y nada. El mundo parece irreal. El cielo es gris oscuro, y lloverá. Hace dos días el sol quemaba la piel. Ahora quema la luz indefinida que se esconde tras las nubes, aquella luz que parece un sinsentido, una absurdidad de día nublado. El verde de árboles, plantas y arbustos está apagado - ¿ ya quemado ? Incluso escribir se convierte en un pasatiempo, algo extraño y quizás infame. Pensar es pesado, lento, preciso. No hay emoción en la escritura, ni en el pensar. Me parece que ahora sería capaz de condenar a muerte a cualquiera. Se me está helando la piel. Durante un rato, ya no sé sonreír. Sou-rire, justo por debajo de la risa. Ayer reía, lo recuerdo bien.
¡Bah! Nada de esto tiene sentido nada (¡nada!) de lo que escribo tiene sentido y no sé por qué me llamo a mí mismo escritor ni a quién me dirijo en mis textos ni a quién se le ocurriría perder su tiempo leyendo semejante porquería pero ¡¿qué más da todo esto?!”
Las manos del escritor se tensan con fuerza y dejan ir el bolígrafo. Se lleva la mano derecha a la cara, aún temblando, y después recoge el bolígrafo, acercándolo de nuevo a la libreta. Una frase, un tachón, y la cabeza acaba reposando en la mano inerte que sostiene el bolígrafo.
Un hombre de mediana edad sentado en la barra lleva observándolo ya un tiempo mientras toma un coñac. Levanta la copa sin dejar de mirarlo, cierra los ojos, bebe un último trago y acto seguido se lame los labios lentamente. Le encanta notar el pinchazo alcohólico en las pequeñas heridas en los labios, y le resulta bestialmente atractivo ese último trago. No por ningún simbolismo, simplemente le encanta. En una fracción de segundo, le devuelve a la memoria todos los momentos en que ha sentido ese mismo dolor. Los recuerda, experimentándolos de nuevo, y cada uno de ellos le golpea las sienes y le hace girar la cabeza bruscamente. Derechazos de un boxeador experto le hacen moverse de un lado a otro, caer por momentos, y aún sin levantarse, recibir un nuevo golpe. Y al acabar, dándose por vencido, esboza una sonrisa socarrona y pide otro coñac. Y repite el proceso. Cada tarde. Ésta vez, sin embargo, se contenta con observar al escritor, inmóvil. Da un trago al coñac. Evade el placentero proceso de siempre para seguir observando al escritor. Da otro trago al coñac, y arquea las cejas, sonriendo solo en la parte derecha de la cara. Al acabar la bebida, se levanta de la barra, y con una mirada lóbrega, se dirige al escritor.
- ¿Tenés un cigarro?
- Sí, toma.
El hombre enciende el cigarro, exhala el humo, y después de un breve silencio prosigue:
- Hace días que lo veo por aquí, siempre en el mismo lugar del bar.
- Pues igual que tú.
El hombre sonríe y da una calada al cigarro sin dejar de mirar al escritor.
- ¿Qué escribís?
- Mierda. Pura mierda. – dice mientras deja el bolígrafo a un lado y se revuelve el pelo. Tiene el pelo sucio, lleno de caspa aquí y allá, y viste una americana roída y un jersey negro. Apaga el cigarro y rápidamente busca la bolsa de picadura para prepararse otro. Siempre lleva dos paquetes consigo, uno de cigarros normales para cuando alguien le pide uno, y otro de picadura para él.
- ¿Qué le pasa, joven?
- No creo que seas tan viejo como para llamarme joven. ¿Cómo te llamas?
- ¿Qué importa?
El hombre vuelve a sonreír mientras realiza la pregunta, manteniendo abiertos sus ojos negros, abajando la mirada pero siguiendo con el contacto visual al tiempo que da una última calada al cigarro. El bar se va vaciando paulatinamente, hasta que solo quedan ellos dos, y dos o tres personas más que se acumulan en la barra. El ayudante de cocina, alto y rubio, sale de la cocina vestido de calle y se dirige hacia la barra. Se detiene un momento y recoge una moneda que alguien había dejado de propina.
- Hasta mañana. – dice el ayudante con un tono monótono y un marcado acento de Europa del Este. Camina hacia la puerta, la abre, y forcejea intentando hacer pasar su mochila, completamente llena, por la pequeña puerta.
Al mismo tiempo, el camarero se acerca a los dos hombres caminando con la cabeza gacha, y con una sonrisa pícara, se dirige a ellos.
- ¿Algo más, señoritos? Si piensan quedarse aquí mucho tiempo más, les aviso que cerramos en media hora, que se hace tarde, y mañana hay que trabajar. ¿Trabajan ustedes? No me los imagino en una oficina, ni sirviendo a nadie. Deben tener ustedes bastante dinero. Saben, aquí nos iría bien alguna propinilla de vez en cuando. Se hace difícil vivir en estos tiempos, y más aún cuando…
- No, lo siento – responden ambos al unísono.
- Ya nos vamos, no se preocupe. Ya le pagaré la próxima vez. – añade el escritor.
El camarero parte con una visible insatisfacción, y los dos hombres se miran, sonriendo. El escritor da un último sorbo al café y guarda la libreta en el bolsillo interior de la americana. Se levanta, y el otro hombre lo sigue hasta salir del bar. Un suave aire marino reina en las calles. El gato negro que antes rondaba por allí ahora rebusca en la basura junto a otro gato más, encontrando de vez en cuando algunas sobras de comida del bar. El escritor respira profundamente, le ofrece un cigarro al otro hombre, y coge otro para él. “A la mierda la picadura”, piensa. Fuman en silencio, observando las calles. Al cabo de un rato, el hombre gira la cabeza hacia el escritor, con la misma sonrisa de antes.
- ¿Otro bar?
- Definitivamente.